Por Patricio Echegaray
La elección de Jorge Bergoglio como Papa ha ocupado el centro de la escena en los últimos días plagados de opiniones rotundas y especulaciones no exentas de cambios bruscos de posición e interpretaciones que buscan colocar a nuestro país como el factor dominante en la elección del nuevo Papa basadas en un elemental chauvinismo, sobre todo instrumentado por los sectores más conservadores de la sociedad, para disputar el sentido y los efectos políticos de su recién iniciado papado.
Lo que no cabe duda es que su designación ha despertado en amplios sectores de la sociedad pertenecientes al catolicismo enormes expectativas. Las mismas están centradas en que la elección de un papa jesuita y latinoamericano significaría una vuelta de página en la profunda crisis y descomposición que la Iglesia está atravesando desde hace décadas, sobre todo desde que de la mano de Karol Wojtila, la Iglesia se convirtió en uno de los protagonistas principales de la contrarevolución neoliberal con hegemonía norteamericana.
Adoptando como identidad política la lucha contra el comunismo y la instauración del modelo neoliberal, en alianza con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, Wojtila llevó adelante en esos años de restauración conservadora una férrea tarea que barrió con lo avanzado por la Iglesia en el Concilio Vaticano II y en la Conferencia de Medellín. Esta tarea fue continuada y profundizada bajo el papado de Ratzinger, quien ya había asumido la tarea de acorralar a quienes proponían la Teología de la Liberación en América Latina bajo el papado de Wojtila. A la muerte de Wojtila, Ratzinger fue electo para llevar adelante una ofensiva interreligiosa contra el Islam en el marco de las ofensivas políticas y guerreras de Norteamérica hacia Medio Oriente.
Las consecuencias sociales de las políticas neoliberales y el retroceso conservador de la Iglesia cayeron sobre la propia grey católica, que no sólo fue disminuyendo fuertemente, sino que también se hundió en una crisis de identidad y pertenencia que redujo notablemente el número de aspirantes a sacerdotes y monjas.
Como no podía ser de otra manera, la profundidad de la crisis capitalista, que como ha señalado Fidel Castro alcanza dimensiones civilizatorias, ha golpeado fuertemente a la Iglesia, uno de sus sostenes institucionales más poderosos, y esto se ha manifestado con gran intensidad en Latinoamérica, donde los sectores católicos tienen una fuerte presencia.
No hay dudas que los procesos latinoamericanos han tenido una importante influencia en la elección del Papa y es en este contexto que deben interpretarse los saludos enviados al mismo por Raúl Castro, Nicolás Maduro y Rafael Correa, entre otros, y la posición de Cristina Fernández, quien más allá de sus conocidas polémicas con Bergoglio utilizó la mención del Papa a la Patria Grande y las declaraciones de Cameron sobre Malvinas, para vincular esta elección con los procesos latinoamericanos y pedir un mayor compromiso de la Iglesia para enfrentar a los poderosos. Estas manifestaciones no pueden ser tomadas a la ligera, ya que buena parte de los procesos en marcha en América Latina representan un desafío para la Iglesia. Si esta intenta efectivamente superar su crisis deberá buscar contactar con estos procesos en buena medida protagonizados por sectores cristianos, si no es así, sólo logrará profundizar esta brecha y hundirse más en el descrédito, ya que la crisis de la Iglesia se manifiesta en su doble condición de poder temporal y a la vez de poder permanente como dador de fe y de legitimización institucional de las bases organizativas de la sociedad capitalista.
Es así que jaqueada por los escándalos financieros protagonizados por el banco Vaticano involucrado en el lavado de dinero, por los innumerables casos de abuso sexual contra menores protagonizados por sacerdotes, lo que ha llevado a que sólo en los EEUU haya tenido que pagar más de 600 millones de dólares en indemnización a las víctimas, y plagada de intrigas internas de poder que han salido a la luz a través de los famosos Vatileaks, la situación de la institución eclesiástica resulta poco menos que insostenible.
Si a esto le sumamos el tradicional conservadurismo de la institución, el papel que la Iglesia católica se ha atribuido como institución “rectora” del funcionamiento y las pautas de comportamiento de la vida social, atribuyéndose la autoridad para regular las bases de las mismas y su persistencia en seguir relegando a la mujer a un espacio de sumisión, la necesidad de un aggiornamiento y de intentar limar las aristas más impresentables de su funcionamiento se hacía evidente.
Los primeros gestos del papa Francisco, buscando alejarse de la ampulosidad de sus predecesores y las reiteradas referencias a los pobres y a los humildes que remiten en buena medida a lo realizado por Juan XXIII, van en este sentido y fundamentan las expectativas creadas en sus fieles. Pero debemos apuntar que por lo que hemos leído y conocido de la trayectoria de Bergoglio, si bien no se encuentra en su pensamiento una descalificación directa de lo realizado por el Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín, el mismo no alienta una mirada entusiasta sobre la reivindicación de estos, lo que aconseja a tener prudencia en torno a las expectativas creadas.
Esta es la foto que hoy se nos presenta, pero antes que el tiempo nos muestre de qué irá la película de Francisco, en la Argentina tenemos la posibilidad de analizar la precuela de la misma, protagonizada por el ahora ex cardenal Bergoglio.
Jorge Bergoglio llega al papado luego de haber protagonizado por años la historia de la Iglesia argentina. Una Iglesia que como institución de poder terrenal carga sobre sus espaldas el haber estado aliada permanentemente a las clases dominantes, al poder más conservador de la sociedad, siendo entusiasta impulsora de la cultura macartista en la Argentina. Una Iglesia que jugó un papel nefasto en la Semana Trágica, en la Patagonia Rebelde, en la llamada Revolución Argentina de Juan Carlos Onganía y en las diversas dictaduras cívico-militares que azotaron a nuestro país, para enumerar unos pocos pero emblemáticos momentos de nuestra historia.
El debate sobre la actuación de Bergoglio en la última dictadura es uno de los temas más recurrentes en estos días. Asistimos a un cruce de testimonios y denuncias sobre la misma, pero más allá de estos debates, lo que podemos decir con absoluta seguridad es que a Bergoglio le tocan las generales de la ley para todos aquellos que pertenecieron a algún estamento dirigencial de la Iglesia en esos oscuros días en donde la institución eclesiástica fue cómplice y activa protagonista del régimen represor. Como bien dice Atilio Boron en un artículo reciente: “En su momento Bergoglio pidió perdón en nombre de la Iglesia ‘por no haber hecho lo suficiente’ para preservar los derechos humanos ante la barbarie del terrorismo de estado; debería haberlo pedido, en cambio, por el explícito apoyo que la jerarquía le brindó a los genocidas y no por lo poco que hizo para combatirlos”.
Más recientemente, el nuevo Papa lideró una Iglesia que, apoyada en su dogma, salió a defender sus espacios de poder a través de su posición en temas como la legalización del aborto, la defensa de la obligatoriedad de la educación católica en escuelas públicas que se mantiene en varias provincias, el ataque a muestras de arte como la de León Ferrari y en el debate sobre el matrimonio igualitario, buscando presentar al mismo como “la pretensión destructiva del plan de Dios”. Todo esto apostando al “estado de crispación”, denunciado por el propio Bergoglio, no se resignó a dejar de lado una de sus más antiguas obsesiones, que la moral “occidental y cristiana” mantenga su poder de influencia y extorción tanto sobre la vida privada de las personas como sobre los designios políticos del país.
Es así que todas las decisiones gubernamentales que tocaran áreas de alta sensibilidad para la Iglesia católica, como aquellas relacionadas con la educación y la moral familiar y reproductiva, pasaron indefectiblemente por el tamiz previo de la opinión de la Iglesia.
Afirmados en su lugar de mayoría, los hombres de la Iglesia han actuado históricamente como si la cultura de la población fuese íntegramente católica, y desde esa posición de poder interpelan a las estructuras del Estado y a los partidos del sistema.
Las consecuencias de este accionar están a la vista, ya que si bien nuestra sociedad alcanzó grados muy altos de secularización y, más allá de los momentos de conflicto alcanzados con alguno de los gobiernos de turno, la Iglesia nunca resignó su proyecto de mantenerse como parte de las esferas de poder, proyecto que vien
e ya desde los tiempos de la colonia, cuando las autoridades religiosas sostuvieron una cosmovisión que igualaba la identidad nacional a la religiosa. Gracias a este reconocimiento del catolicismo como pilar de la nacionalidad, la Iglesia gozó del derecho exclusivo de influenciar sobre múltiples aspectos de la vida cotidiana de las personas.
Pero más allá del poder que busca seguir ostentando la Iglesia católica a nivel institucional en Argentina, no ha podido impedir el avance de la secularización en la sociedad. Y es en este proceso que nuestra sociedad ha librado numerosas batallas culturales que han significado importantes traspiés para la omnipotencia ideológica y cultural de la Iglesia que sostiene posturas conservadoras de larga data como fue el caso del debate librado por la ley de divorcio y, más lejanas en el tiempo, la lucha por la laica o libre en el campo educativo y la implantación del matrimonio civil.
En estas confrontaciones, en estos intentos de confundir los límites entre los intereses de la Iglesia y el Estado, resulta evidente que la Iglesia argentina más que valores religiosos defiende espacios de poder.
No se puede ignorar que Bergoglio es portador de un perfil claroscuro que mezcla la tradición conservadora con un costado social del que muchos han dado testimonio en estos días. Como decíamos, este perfil de jesuita comprometido con los problemas sociales es el que ha despertado, a través de sus primeros gestos, enormes expectativas de cambios en una gran cantidad de fieles que se venían sintiendo cada vez más lejos de una institución que no se ha caracterizado por impulsar los mismos.
Esta expectativa positiva de sus fieles se afirma en la esperada concreción de la consigna “iglesia pobre para los pobres” sostenida en estos días por el Papa. Pero de más está decir que de no haber prontos resultados, de no tomar medidas concretas en este sentido, la decepción puede ser de la misma magnitud que la expectativa actual.
La profundidad de la crisis de la Iglesia se refleja en una disputa cultural y de poder que no resulta un dato menor para la izquierda, para la construcción del proyecto emancipador de nuestros pueblos y para el camino de nuestra segunda y definitiva independencia.
Debemos intervenir en la misma con la fuerza de nuestras convicciones, dejando de lado tanto el silencio defensivo ante estos temas como el consignismo anticlerical, que interpela a la Iglesia como un todo monolítico y fomentar y recuperar el diálogo entre cristianos y marxistas, diálogo que de enorme importancia en estos momentos, en un continente que ha sabido defender los avances revolucionarios como el cubano y que a través de la revolución bolivariana de Hugo Chávez ha reinstalado la idea de un pos-capitalismo vinculado a la concepción marxista del socialismo y en el cual, al mismo tiempo, las masas que impulsan estos cambios tienen en su mayoría inspiración cristiana.
No son pocos en nuestro continente los casos de sectores o integrantes de la Iglesia que se comprometieron con las causas populares y los procesos revolucionarios y que, enfrentando muchas veces el ataque de la propia institución, como en los casos emblemáticos de Camilo Torres, Monseñor Romero, y en nuestro país Enrique Angelelli, Carlos Ponce de León y el Padre Carlos Múgica entre otros, ofrendaron sus vidas por estas causas.
Fortalecer los puentes con estos sectores, con todos aquellos que cotidianamente rescatan de la religión su capacidad de conmoverse y de actuar frente a la miseria, las desigualdades y la violencia del sistema, es una de las principales tareas que debe asumir la izquierda en esta batalla.